jueves, 23 de junio de 2011

Cajas de mudanza

    Y en ese momento tan sólo queda empacar. Así que tomás una caja lo suficientemente grande como para archivar todas esas cosas que no vas a volver a usar y primero una capa de cuadernos y luego fotos. Un joyerito de fantasía con clips de colores. Doce lápices sin usar y un estuche de anteojos vacío. Una calculadora, dos ejes en papel milimetrado, un libro y el dejo de otra voz con luz a velador. Todo lo que el tiempo irá ensuciando en aire, hasta caer. Y pisás. Comprás adornos, pegás cuadros y una locura dulce en el rincón. Mirás alrededor y reconocés como nuevas las paredes que dibujan en ventanas empañadas formas de otras estrellas. De cometas y agujeros negros sobre un fondo de luz vecina, para una noche abrir los ojos y verte en el sillón, leyendo, y sentir una vez más que ese es tu lugar. Tu lugar entresemana, en sábado, de mañana y de tarde por meses y años, hasta que un domingo cae el sol bajo tu ventana y el momento finalmente amanece. La música se vuelve humo y no te sale respirarla de nuevo. Sentís que es tiempo de acomodar todas esas cajas que amontonaste en el placard y sacás una tapa y dos cuadernos. Hilo, aguja, piel. Una cicatriz. Un juego de lágrimas sobre una flor seca y una ramita de canela. Una carta con tu letra besando esos labios de ya no más y dos ojos que se cierran. Demasiado negro entre las estrellas. Demasiadas noches acordonadas por una misma constelación.