domingo, 12 de junio de 2011

Al final del Camino

    Amanecía cuando Carlitos miró al horizonte con decisión. El sol de frente; la mano como visera. Tomó una red, de esas que se usan para cazar mariposas y partió: tenía un sueño por delante.
    Dejó un camión rojo atrás. Y soldaditos de plomo. Libros y pinceles. Se encontró con más preguntas que respuestas. Caminó por un vals y bailó al borde de un anillo. Descubrió que hay diez espinas en las flores. Y muchas más mentiras que verdades. Enfrentó a la nieve en el desierto. Regaló latidos. Perdió sangre. Y se vió en demasiadas ocasiones a mitad de una escalera, sin saber si subir o bajar. Pero eso nunca le importó. Sabía que buscaba un quizás, sin un jamás, y eso le bastaba.
    Hasta que llegó el momento de mirar hacia atrás. Las manos temblorosas le hicieron nuevamente de visera: necesitaba ver aquel atardecer caprichoso. Ese que le decía que había trotado en sueños ajenos. De padres y nietos. De amigos e incluso desconocidos. En sueños que lo enmarcaban como el mejor de los amantes. El mejor de los compañeros. Y sin embargo, no había podido encontrar el suyo. Aquel que había salido a buscar cuando aún lo llamaban Carlitos. Y con la fuerza que nace de una verdad, de un pincel y de un vals, sonrió.