domingo, 24 de abril de 2011

     La lluvia no da tregua y, sobre el barro, se entierra un casco sin dueño. Cayeron los últimos disparos y el tronar de un silencio mentiroso barre con la trinchera. En cuclillas y bajo la protección de un tronco caído, tiemblan las determinaciones. Se mezclan los pensamientos pero la negación prevalece. No quiero estar acá. Palabras que se ven reflejadas en los ojos de un sargento que se mantiene inmóvil. Sus ropas se sienten pesadas, más por el temor que por el agua que acumulan. Y aun aturdido por las astillas de una sordera temporal, un tamboreo de fuego penetra en sus oídos. Se repite una y otra vez que tiene novia y es feliz, esperando encontrarse así en otro lugar, fuera de esa isla. En otra época, en su casa. Y a su vez, se jura sostener cada una de sus manos y no dejarlas caer. No quiero ser un héroe. No cree en ningún dios y aun así, desea un lugar en el infierno. Se abraza a la única justicia que conoce, sin pedir perdón y aprieta la cruz que tomó con su primer disparo. No quiero ser un mártir. La imagen de aquel soldado le llega con cada relámpago. Lo persigue el parecido de un rostro que a cada duda se hace más propio y una voz que jamás escuchó. Respira el tiempo que se toma otra vida, mientras la propia se escurre en la lluvia con un no quiero estar acá pero tampoco quiero volver.
     Y ante la luz de la luna que se cuela por la ventana, un hombre hecho en medallas mira hacia el mar. Recibe números por teléfono, se para derecho y consigue su objetivo, con bajas razonables.

jueves, 7 de abril de 2011

De un salto a Betelgeuse

Ese día había tomado la decisión de viajar sin rumbo fijo. Caminé hasta encontrar una parada, me senté sobre la cabeza de una rana y saludé tocando mi sombrero a un jazmín que pasaba, pues creí conocerlo de algún lado. Era un día abierto. El Sol tomaba un té con Canela junto a la Luna. Las nubes corrían a los benteveos y, sobre la plazoleta, un dorado y su señora nadaban entre las notas musicales que nacían de las lágrimas de un sauce. Ritmo de blues, me dijo la cabeza de rana. Claramente, le respondí, mientras tomaba el avestruz que acababa de llegar. No solía viajar en animales de dos patas, ya que son bastante incómodos. Pero claro, hoy era ese día, así que me puse las antiparras y le pedí que me llevara hasta el final del recorrido. Trancos largos y veloces, tres plumas perdidas; saldo positivo. Charlamos sobre sueños a cumplir y sobre esos otros tantos que perdimos en nuestra juventud, mientras sombras amarillas cantaban al costado del camino. Atravesamos un arcoíris totalmente rojo y a su orilla, un duende, petiso aun por duende, nos convidó una taza de oro caliente con perejil. No sé si fue por corto o por la buena compañía, pero en menos de lo que pudiera decir pi, llegamos al borde de un puente sin caminos. Hasta aquí llego, tiró mi avestruz, y con un salto largo me despedí. Ojala que algún día llegue a ser un buen ñandú, se lo merece. Y sin pensarlo demasiado me acerque hasta el abismo, di dos pasos en el aire y tomé al globo por su piolín.
     Cuando empezamos la cuesta arriba me di cuenta de que mi estado físico no era el mejor. Aun así, esquivamos panaderos y libélulas y lápices malintencionados con gran facilidad. Hasta tuvimos tiempo para sacarnos fotos y todo. Atravesamos ocho nubes, le saqué la lengua a un ángel y nos asustó un cóndor que usaba anteojos negros con marco verde, pero que a fin de cuentas resultó ser muy amigable. Para cuando llegamos a la alfombra noté que el globo estaba aun más cansado que yo. Le agradecí dejándole mi sombrero de coco y me sorprendí de lo bien que le quedaba. Desaté el nudo con el que contenía el aire y con un sonido casi obsceno se alejó de mi vista para siempre. Sentí que ya quedaba menos viaje. Caminé en zigzag siguiendo el dibujo que estaba tejido con lana dorada y llegué hasta un cañón que me miró con ojos desafiantes. Le pedí que me apuntara hacia lo más alto y, con su permiso, pase usted, respondió abriendo la boca bien grande y enseguida un estruendo me desmayó. Cuando desperté me llegó como eco la carcajada que le siguió al disparo, mezclada con imágenes nubladas de cometas, anillos, nebulosas y colores que no podía reconocer. Tomándome la cabeza, mire mi reloj y todas las agujas indicaban que ya había pasado la medianoche. Me senté en una roca bien al borde dejando que mis piernas colgaran libres de mi cuerpo y, para cuando miré hacia abajo, el Sol calentaba una sopa mientras la Luna prendía una vela.