jueves, 7 de abril de 2011

De un salto a Betelgeuse

Ese día había tomado la decisión de viajar sin rumbo fijo. Caminé hasta encontrar una parada, me senté sobre la cabeza de una rana y saludé tocando mi sombrero a un jazmín que pasaba, pues creí conocerlo de algún lado. Era un día abierto. El Sol tomaba un té con Canela junto a la Luna. Las nubes corrían a los benteveos y, sobre la plazoleta, un dorado y su señora nadaban entre las notas musicales que nacían de las lágrimas de un sauce. Ritmo de blues, me dijo la cabeza de rana. Claramente, le respondí, mientras tomaba el avestruz que acababa de llegar. No solía viajar en animales de dos patas, ya que son bastante incómodos. Pero claro, hoy era ese día, así que me puse las antiparras y le pedí que me llevara hasta el final del recorrido. Trancos largos y veloces, tres plumas perdidas; saldo positivo. Charlamos sobre sueños a cumplir y sobre esos otros tantos que perdimos en nuestra juventud, mientras sombras amarillas cantaban al costado del camino. Atravesamos un arcoíris totalmente rojo y a su orilla, un duende, petiso aun por duende, nos convidó una taza de oro caliente con perejil. No sé si fue por corto o por la buena compañía, pero en menos de lo que pudiera decir pi, llegamos al borde de un puente sin caminos. Hasta aquí llego, tiró mi avestruz, y con un salto largo me despedí. Ojala que algún día llegue a ser un buen ñandú, se lo merece. Y sin pensarlo demasiado me acerque hasta el abismo, di dos pasos en el aire y tomé al globo por su piolín.
     Cuando empezamos la cuesta arriba me di cuenta de que mi estado físico no era el mejor. Aun así, esquivamos panaderos y libélulas y lápices malintencionados con gran facilidad. Hasta tuvimos tiempo para sacarnos fotos y todo. Atravesamos ocho nubes, le saqué la lengua a un ángel y nos asustó un cóndor que usaba anteojos negros con marco verde, pero que a fin de cuentas resultó ser muy amigable. Para cuando llegamos a la alfombra noté que el globo estaba aun más cansado que yo. Le agradecí dejándole mi sombrero de coco y me sorprendí de lo bien que le quedaba. Desaté el nudo con el que contenía el aire y con un sonido casi obsceno se alejó de mi vista para siempre. Sentí que ya quedaba menos viaje. Caminé en zigzag siguiendo el dibujo que estaba tejido con lana dorada y llegué hasta un cañón que me miró con ojos desafiantes. Le pedí que me apuntara hacia lo más alto y, con su permiso, pase usted, respondió abriendo la boca bien grande y enseguida un estruendo me desmayó. Cuando desperté me llegó como eco la carcajada que le siguió al disparo, mezclada con imágenes nubladas de cometas, anillos, nebulosas y colores que no podía reconocer. Tomándome la cabeza, mire mi reloj y todas las agujas indicaban que ya había pasado la medianoche. Me senté en una roca bien al borde dejando que mis piernas colgaran libres de mi cuerpo y, para cuando miré hacia abajo, el Sol calentaba una sopa mientras la Luna prendía una vela.