Odio a mi teclado. Odio que se coma las
letras. Me hace perder tiempo. Me quita ritmo y hace que se me escapen las
ideas. Me frustra tener que corregir una y otra vez palabras que sé que escribí
bien. Me roba tanto pelo que me lleva a los gritos del comedor a la habitación,
y de la habitación al balcón. Como una hormiga sin hormiguero.
Realmente odio a la leche. Y más aún a las
manzanas. Esa bola apelmazada de arena y azúcar raspando lengua y garganta y
rellenando los huecos de entremuelas. No las soporto. Y también odio el momento
en que Sol termina su licuado y me pide un beso. Lo único bueno es que ella
odia mi café. Y eso sí que es bueno. Café. Hasta el acento en la é suena bien.
Amargo o dulce, bien negro sin una gota de leche. Y gotas. Los días de lluvia
me generan contradicción. Por un lado, me encanta caminar bajo el agua con
garúa, tormenta, viento en invierno o en verano. Pero por otro lado, me molesta
la estocada malintencionada de los paraguas, el ataque envidioso de las
baldosas y, por sobre todo, el actuar desesperado de las personas, que empiezan
a correr como muñecos de una torta que se niega a ser cortada, refunfuñando
entre huesos que chillan y que me roban ese entusiasmo con el que había salido
a caminar. Ese entusiasmo propio con el que un pingüino levantaría vuelo. Y ojo
que no lo digo por el traje que llevo puesto. De hecho, también odio el traje
que llevo puesto. Me ata de brazos y me sofoca y me encuadra como percha en un
ropero de cuatro paredes con ventana a otra pared. Con el nudo que tira de mi
cuello como correa y me agita los ojos y la piel y la lengua que me cuelga
entre una idea perdida y otra que se rompe. Porque me camufla. Porque me lleva
a ser uno más entre la multitud de oficinistas y a dejar el rojo al borde de mi
cama y el verde al salir del subte y el azul en una mirada al día que no voy a
tener. Porque me obliga a llegar a la oficina en blanco y negro, como todos los
demás.
Odio el paso del tiempo. Me desespera saber
que no voy a poder viajar por el mundo y escuchar las historias y las mentiras
de todas y cada una de las personas. Saber que esa caída de hojas no me dejará
aprender el oficio de confeccionar pianos con plumas de rinoceronte. Construir
escaleras que tengan principio pero no final. O escribir un libro con todas y
cada una de las palabras que figuran en el diccionario. Y que ese libro no sea
un diccionario. El paso del tiempo en el que el tiempo eran otras épocas y
donde los teclados funcionaban como teclados. En donde todo era más simple y
los problemas no adquirían tanto relieve y las ambiciones eran mucho más llanas
y no buscábamos darle la vuelta a todo, al mundo y... odio que mi mundo sea tan circular.