sábado, 3 de agosto de 2013

Histerias que circulan en teclas que no hacen de teclas

    Odio que el mundo sea tan circular. Tan globo de calesita girando todo el tiempo. Tan hecho pelota. Las cosas eran más simples cuando la Tierra era chata y la prueba está en los polos: ahí, donde la mano del hombre aún no hizo de las suyas, el horizonte se ve mucho más claro.
    Odio a mi teclado. Odio que se coma las letras. Me hace perder tiempo. Me quita ritmo y hace que se me escapen las ideas. Me frustra tener que corregir una y otra vez palabras que sé que escribí bien. Me roba tanto pelo que me lleva a los gritos del comedor a la habitación, y de la habitación al balcón. Como una hormiga sin hormiguero.
    Realmente odio a la leche. Y más aún a las manzanas. Esa bola apelmazada de arena y azúcar raspando lengua y garganta y rellenando los huecos de entremuelas. No las soporto. Y también odio el momento en que Sol termina su licuado y me pide un beso. Lo único bueno es que ella odia mi café. Y eso sí que es bueno. Café. Hasta el acento en la é suena bien. Amargo o dulce, bien negro sin una gota de leche. Y gotas. Los días de lluvia me generan contradicción. Por un lado, me encanta caminar bajo el agua con garúa, tormenta, viento en invierno o en verano. Pero por otro lado, me molesta la estocada malintencionada de los paraguas, el ataque envidioso de las baldosas y, por sobre todo, el actuar desesperado de las personas, que empiezan a correr como muñecos de una torta que se niega a ser cortada, refunfuñando entre huesos que chillan y que me roban ese entusiasmo con el que había salido a caminar. Ese entusiasmo propio con el que un pingüino levantaría vuelo. Y ojo que no lo digo por el traje que llevo puesto. De hecho, también odio el traje que llevo puesto. Me ata de brazos y me sofoca y me encuadra como percha en un ropero de cuatro paredes con ventana a otra pared. Con el nudo que tira de mi cuello como correa y me agita los ojos y la piel y la lengua que me cuelga entre una idea perdida y otra que se rompe. Porque me camufla. Porque me lleva a ser uno más entre la multitud de oficinistas y a dejar el rojo al borde de mi cama y el verde al salir del subte y el azul en una mirada al día que no voy a tener. Porque me obliga a llegar a la oficina en blanco y negro, como todos los demás.
    Odio el paso del tiempo. Me desespera saber que no voy a poder viajar por el mundo y escuchar las historias y las mentiras de todas y cada una de las personas. Saber que esa caída de hojas no me dejará aprender el oficio de confeccionar pianos con plumas de rinoceronte. Construir escaleras que tengan principio pero no final. O escribir un libro con todas y cada una de las palabras que figuran en el diccionario. Y que ese libro no sea un diccionario. El paso del tiempo en el que el tiempo eran otras épocas y donde los teclados funcionaban como teclados. En donde todo era más simple y los problemas no adquirían tanto relieve y las ambiciones eran mucho más llanas y no buscábamos darle la vuelta a todo, al mundo y... odio que mi mundo sea tan circular.